Etiquetas medioambientales: una herramienta para la sostenibilidad

Etiquetas medioambientales: una herramienta para la sostenibilidad

Desde los sistemas de certificación ecológica hasta el etiquetado obligatorio de los envases, que acaba de entrar en vigor también en Italia, las etiquetas son una herramienta importante para la sostenibilidad. 

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Desde su introducción a finales de los años 70, las etiquetas medioambientales se han convertido en una herramienta clave de la política climática. Las hay de muchas formas, desde las etiquetas voluntarias que comunican el comportamiento medioambiental de un producto o servicio, hasta las que indican la composición y los métodos de recolección y recuperación de los envases. Pero tienen el mismo objetivo: que la etiqueta sea la herramienta de comunicación entre empresas, consumidores e instituciones sobre cuestiones de sostenibilidad. De hecho, las etiquetas medioambientales ayudan a los consumidores a desempeñar un papel activo en la protección del medioambiente –evaluando el impacto que tendrá cada producto en términos de sostenibilidad–, y a las empresas a hacer visibles sus inversiones en sostenibilidad; además, las instituciones garantizan con ellas la transparencia y el cumplimiento de las normas ambientales.

 

Qué es y cómo nació la etiqueta medioambiental

Pero ¿qué es una etiqueta medioambiental? En su sentido más genérico, es una marca distintiva o un conjunto de información que acompaña a un producto y que proporciona detalles sobre sus atributos de sostenibilidad y su impacto ecológico, teniendo en cuenta factores como el uso de recursos durante todas las fases de producción y transporte, las emisiones de dióxido de carbono (CO2), y cómo eliminar y reciclar el propio producto o su envase: es el caso de la botella de plástico de una bebida carbonatada, que lleva información en la película exterior sobre cómo eliminar tanto el tapón como la botella.

El nacimiento del etiquetado medioambiental suele considerarse la introducción de la etiqueta «Der Blaue Engel» (El Ángel Azul) por la República Federal de Alemania en 1978. Con esta etiqueta, que desde entonces se ha aplicado a más de 10 000 productos de 80 categorías diferentes, el Ministerio del Interior alemán (BMI) –que entonces también era responsable de la protección del medioambiente– estableció un sistema para señalar a los consumidores los productos más respetuosos con el medioambiente, de modo que pudieran preferirlos conscientemente a otros más nocivos.

Desde entonces, como muestran los datos de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), los sistemas de etiquetado medioambiental se han multiplicado y diferenciado, sobre todo entre finales de la década de 1980 y 2009, periodo en el que se quintuplicaron. Actualmente, existen más de 500 tipos, la mayoría de ellos en los sectores de la alimentación, los cosméticos y la higiene. Pero las formas de etiquetado también están muy extendidas en la industria de la construcción y el mobiliario, en el sector energético e incluso en el turismo y las finanzas. Europa, Estados Unidos y Canadá son los países que más recurren al etiquetado de productos para promover políticas medioambientales. La etiqueta ecológica, que certifica el bajo impacto medioambiental de los productos, funciona en toda la UE desde hace años. En Canadá, todos los vehículos nuevos llevan la etiqueta «EnerGuide», que indica el consumo de combustible en ciudad y carretera y una estimación del coste anual de combustible de ese vehículo concreto. En EE. UU., los fabricantes de electrodomésticos deben utilizar pruebas estándares del Departamento de Energía para demostrar la eficiencia energética de sus productos, indicando los resultados en una etiqueta amarilla llamada «EnergyGuide», que calcula la cantidad de energía consumida por el electrodoméstico y la compara con productos similares: los productos con mejores resultados pueden obtener la etiqueta azul «Energy Star», que certifica su sostenibilidad.

 

Etiquetado voluntario y obligatorio

En su mayor parte, se trata de sistemas a los que los productores se adhieren voluntariamente, desde certificaciones de terceros que informan de la adhesión de los productores a procedimientos estándares de sostenibilidad medioambiental, hasta declaraciones «espontáneas» (pero reguladas) sobre las características de los productos (por ejemplo, su biodegradabilidad).

Las normas internacionales, a través del sistema ISO, prevén tres tipos de etiquetado medioambiental voluntario. El tipo I, incluye etiquetas basadas en criterios múltiples que tienen por misión identificar y promover productos avanzados desde el punto de vista medioambiental que se comportan por encima del nivel medio (productos de «excelencia»), y son concedidas por organismos certificadores independientes. La etiqueta ecológica de la UE es un ejemplo típico de estas etiquetas, que están más dirigidas al ciudadano/consumidor y distinguen productos y servicios que, al tiempo que garantizan un alto nivel de rendimiento, se caracterizan por un impacto medioambiental reducido durante todo su ciclo de vida. Otra etiqueta muy conocida es la «FSC» (Forest Stewardship Council), que garantiza que el producto que se compra está fabricado con madera o papel procedentes de fuentes responsables.

Las etiquetas de tipo II, son autodeclaraciones medioambientales de fabricantes, importadores o distribuidores de productos, sin intervención de un organismo de certificación independiente. Se trata de términos específicos como «Reciclable», «Compostable», etc., para los que la norma delimita la gama de términos que pueden utilizarse e impone su verificabilidad mediante metodologías predeterminadas. 

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Por último, están las declaraciones de Tipo III (también llamadas Declaraciones Ambientales de Producto, DAP), que cubren aspectos específicos de los impactos medioambientales asociados de un producto o producto semiacabado, calculados mediante un sistema de Análisis del Ciclo de Vida (LCA, por sus siglas en inglés), que tiene en cuenta las normas específicas de la categoría de producto investigada, las RCP (Normas de Categoría de Producto, de las que hay unos 100 tipos). También se basan en una auditoría independiente y se utilizan, principalmente, para la comunicación entre empresas dentro de una cadena de suministro, para permitir, en última instancia, el cálculo de la huella ecológica del producto acabado.

La finalidad de las etiquetas medioambientales obligatorias, impuestas a determinadas categorías de productos que pueden tener un impacto especial en el medioambiente o en el consumo de energía, es otra. En Europa, todos estamos ya familiarizados con el etiquetado energético, este sistema de letras del alfabeto y colores que nos indica lo eficientes que son los electrodomésticos, los productos electrónicos y los neumáticos. La etiqueta debe exhibirse obligatoriamente (físicamente o en la pantalla, en el caso de la venta en línea) en todos los productos a la venta, y debe incluirse en el manual de instrucciones. Algunos detalles cambian según el tipo de producto. Por ejemplo, la etiqueta de una lavadora incluirá una letra de la A a la G asociada a un color del verde al rojo, para indicar (en orden descendente) la eficiencia energética. Debajo, el consumo de energía en kW/h, la capacidad de carga máxima, la duración del programa ECO, el consumo de agua, el nivel de eficiencia energética del centrifugado (no necesariamente el mismo que el de toda la lavadora, e indicado de nuevo por una letra de la A a la G) y el nivel de ruido (indicado por una letra de la A a la D). La etiqueta de una aspiradora es similar en la primera parte, pero luego da información sobre la clase de reemisión de polvo, la eficacia de succión en los tipos de superficie, el ruido y la vida útil del motor. La etiqueta de una bombilla es mucho más sencilla y solo indica la clase de energía y el consumo.

 

Etiquetas en los envases

Por último, pero no por ello menos importante, están las etiquetas medioambientales obligatorias en los envases. Se trata de un importante avance para los consumidores, reclamado desde hace tiempo por los defensores de la sostenibilidad. Los envases –tanto los de productos destinados al gran consumo como los que se comercializan a lo largo de la cadena de suministro– tienen una importante huella ecológica, que ha crecido exponencialmente en las últimas décadas debido al uso masivo del plástico en todas las formas de envasado, al crecimiento de las compras en línea y al aumento del consumo en países como China, que en conjunto multiplican la necesidad de envases. Muchos de ellos son difíciles de recuperar y reciclar con los sistemas actuales, especialmente los envases que mezclan distintos materiales.

Entre 2013 y 2020, la cantidad de residuos generados por envases creció un 15 % en la Unión Europea, hasta alcanzar casi 80 millones de toneladas. El 64 % se recicla, pero con grandes diferencias entre los distintos materiales: mientras que la tasa de recuperación del papel, el cartón y el metal alcanza el 75 %, la del plástico –que de esos materiales es también el más contaminante– no llega al 40 %.

Para ello, la UE intervino en 2018 con la Directiva 852 que fijó el 1 de enero de 2023 como fecha a partir de la cual todos los envases (a excepción de los comercializados con anterioridad, que se agotan) deberán mostrar obligatoriamente información básica sobre los materiales de los que está compuesto el envase y cómo debe eliminarse: es decir, si debe ir en plástico, orgánico, indiferenciado o metal. A esto puede añadirse otra información a discreción del fabricante, como consejos prácticos para hacer más eficiente la separación de residuos, por ejemplo, que la botella de plástico debe aplastarse por un lado en vez de por la parte inferior. El objetivo es ayudar a los ciudadanos y a las empresas en su labor diaria de clasificación de residuos, ayudándoles a colocar cada cosa en el lugar correcto.

La obligación de etiquetado no solo recae sobre los productores de envases, sino también sobre quienes los transforman y quienes los importan, lo que no coincide necesariamente con la marca que figurará en el producto. Para entenderlo mejor: una marca de bebidas gaseosas no fabrica normalmente las botellas de plástico, sino que las compra a empresas especializadas. Son estas empresas especializadas las que tienen que proporcionar toda la información que debe figurar en la etiqueta. La etiqueta no tiene por qué ser necesariamente física: de hecho, la ley también permite las etiquetas digitales a las que el consumidor puede acceder mediante un código QR o una app, una opción muy utilizada en envases pequeños como los de algunos medicamentos.

Por ejemplo, en Italia, la etiqueta de una botella de plástico debe indicar (con los códigos de producto correspondientes) los distintos polímeros de los que están hechos la botella, el tapón y la etiqueta, aunque casi con toda seguridad indicará para los tres la recolección de plástico como modo de recuperación. Por ejemplo, la etiqueta de una botella de vidrio con tapón corona mostrará los códigos GL72 (uno de los tipos de vidrio existentes en el mercado) y FE40 (que es de acero), informando que la botella va a la recolección de vidrio y el tapón a la de metal. La etiqueta de una bolsa «ecológica» como las de los supermercados especificará que se trata de un plástico biodegradable y compostable, recordará que hay que enviarla a la recolección de residuos orgánicos y quizá añada el logotipo de alguna de las diversas certificaciones de biodegradabilidad que conceden los organismos competentes. Cada material, también tiene un color para distinguirlo: azul para el papel, marrón para los residuos orgánicos, amarillo para el plástico, turquesa para los metales, verde para el vidrio y gris para los residuos indiferenciados.

Otros países del mundo adoptan etiquetas diferentes, y los exportadores están obligados a conocerlas para que sus productos sean aceptados en los mercados extranjeros. En Francia, por ejemplo, se aplica la misma directiva de la UE con el uso del llamado logotipo Triman, un símbolo específico que acompaña a la información sobre los materiales y su recuperación. En EE.UU., no existe una norma para etiquetar los envases destinados a la recuperación, aunque está muy extendido el uso del Resin Identification Code, un logotipo acompañado de códigos de identificación de los polímeros plásticos, que no es obligatorio a nivel federal pero sí lo exigen algunos estados como California.

Lo que tienen en común todos estos esquemas, más o menos rigurosos y más o menos normalizados, es el esfuerzo por transformar un problema global el envase, que para muchos productos sigue siendo el componente de mayor impacto sobre el medioambiente en un recurso a recuperar y en una herramienta de comunicación y sensibilización, transformando el gesto distraído de abrirlo, usarlo y tirarlo, en una elección responsable. Las etiquetas de los productos que tenemos en nuestras manos todos los días, si las observamos con la atención adecuada, pueden ser nuestras mejores aliadas hacia un comportamiento más sostenible, ayudándonos a elegir productos con un menor impacto en sobre medioambiente y a gestionar los residuos de forma más consciente, participando en una eliminación sensata y justa.